La muñeca
Mi abuela materna me hizo una muñeca de trapo cuando yo era niña. No recuerdo qué edad tenía cuando me la regaló, pero siento que la he tenido desde siempre. Está hecha con varios retazos de tela de diferentes texturas y composiciones. El cuerpo, el tronco y la cara son de poliéster arrugado de color blanco roto, con tintes verdosos. Las piernas, que a su vez son pantalones, están hechas con un nailon negro de tacto seco.
Tiene una blusa hecha con una tela estampada con flores que forman espigas rojas, azules y amarillas. El cuello de la prenda es una colección de pliegues cerrados que hacen las veces de volantes. El pelo, recogido en forma de cola de caballo, es una maraña de lana fina y oscura de color carbón. La rigidez de su naturaleza apelmaza las hebras tupidas en el cráneo. El rostro tiene puntadas que dibujan las cejas en forma de arcos, ojos negros como lunares, una boca roja invertida con trazos diminutos. La nariz está hecha con un pliegue recogido con dos pespuntes
invisibles.
Sus rasgos son los de una mujer adulta. No tiene mejillas rosadas y su apariencia encarna a una señora en forma de muñeca. Los dedos de las manos los separan puntadas que atraviesan la tela y los pies son dos bultos terminados en punta, irregularmente grandes en relación con el resto del cuerpo.
No es el único objeto que me hizo mi abuela. También me cosió una almohadilla para borrar el tablero. Era redonda y blanca, con un relleno firme y un asa de la misma tela. Perfecta para borrar tiza. También recuerdo un bolsito hecho con lana roja de cuadros escoceses. El tejido áspero al tacto me calentaba la espalda y me hacía sudar en los días húmedos y calientes en los que corría en el patio de la escuela.
Además de coser por ratos, mi abuela pasaba muchas horas en la cocina cocinando para mi abuelo, sus hijos, amigos de la familia, sus nietos y para cualquiera que estuviera invitado. Se sentaba en el extremo de la mesa del comedor, abría el tarro donde guardaba frijoles o lentejas, las regaba en montoncitos sobre el mantel de plástico desteñido por el uso y se disponía a escoger una a una las leguminosas. Desechaba las semillas dañadas, las que tenían agujeros, las piedritas que se habían incrustado por error y buscaba también los gorgojos, insectos diminutos que se alimentan de estos granos. En ocasiones yo le ayudaba a “limpiar”, (así llamaba ella a este proceso) pero creo que no quedaba satisfecha con mi trabajo.
Al terminar de limpiar los granos, los lavaba y ponía la olla a presión al fuego. Con la preocupación de que fuera suficiente para todos, hacía rendir las legumbres con agua, lo que transformaba sus platos en una especie de sopa y no un seco.
No recuerdo ver a mi abuela vestir otra cosa que no fueran vestidos. Nunca la vi ponerse pantalones o una chaqueta, en parte, porque vivía en una ciudad caliente y húmeda. Sus vestidos eran su prenda diaria, se ponía el mismo dos a tres veces a la semana. Todos eran del mismo estilo: a unos pocos centímetros más abajo de las rodillas, mangas un poco más arriba de los codos, con un corte en la cintura, algunos tenían pequeños pliegues en el talle, ligeros y separados. Los que se ponía a diario eran de tonos neutros, sin estampados o con estampados discretos; y los que usaba para ocasiones especiales como fiestas familiares o para ir a misa, eran más coloridos o con flores llamativas.
Al igual que su manera de vestir, ella siempre se peinaba de la misma forma. Un moño que enroscaba su pelo blanco en forma de rosa, tirado fuerte hacia atrás dejando al descubierto sus orejas y sus ojos pequeños.
Mi abuela tenía un armario en el que guardaba muchas chucherías. Ropa, tarjetas, sábanas, cualquier papelito que le parecía digno de ser guardado, monedas, papeles de regalo a medio usar y muchas imágenes de la virgen María y de los santos. A manera de gabinete de curiosidades, lo que caía en sus manos pasaba a ser parte de su colección de objetos; siempre con la idea de que en cualquier momento alguien podría necesitar alguna de las cosas de su ropero. Además de cosas, a ella le gustaba guardar secretos, callarlos, susurrarlos y sobre todo, ocultarlos del abuelo. Secretos de familia, de vecinos, los suyos propios. También ocupaban un lugar en su armario, esperando ser revelados, escondidos en la maraña de su existencia.
Los fines de semana, o los días feriados, hacíamos planes de ir al río y pasar el día allí. Mi abuela nunca iba, o por lo menos no recuerdo nunca haberla visto con nosotros en plan de paseo. Le gustaba quedarse en casa. Sola, tranquila. Su excusa principal era la de quedarse para dar de comer a los perros. Pero ahora creo que se quedaba porque quería disfrutar de la soledad de la casa, sin todo el alboroto y sin tener que cocinar para todos.
Mi abuela demostraba cariño a su manera. No recuerdo palabras dulces o caricias. Su manera de mostrar afecto se traducía en sus actos. Para mí se tradujo en esta muñeca, en la almohadilla que hizo para borrar el tablero, en las gotas que me aplicó en el oído una noche en la que el dolor no me dejaba dormir, en su gesto de compartir (así fuera un trocito pequeño) su comida con todas las personas presentes a su alrededor.
Esta muñeca de trapo representa el cariño con el que ella la cosió, la bordó y la adornó. Es el tiempo que sacó de sus pocos ratos libres para hacerme este regalo. Un objeto sentimental que contiene todo el valor de su afecto por mí. Los retazos de tela, las puntadas del rostro, el relleno que forman el cuerpo de la muñeca me unen a mi abuela. Así como los recuerdos de verla sentada en la mesa del comedor limpiando los frijoles o sentada en la silla mecedora viendo la novela.