Las vagabundas
Observo un pequeño verdor que se asoma en una esquina. Contrasta con el particular gris del cemento quebradizo de la calle. En un primer tiempo sus hojas lisas y enceradas salen cautelosamente al nuevo mundo, su cuerpo es diminuto y tembloroso. Con las primeras luces del día, todos sus receptores se abren para beber luz, y la veo vestida de un verde brillante y perlitas de agua que adornan su ser. La visité muchas veces, viéndola crecer cada día hasta florecer. Quise buscar más como ella. Empecé a observar con más detenimiento y las encontré en cada quiebre y arruga de la ciudad. Luego, tomé apuntes de la calle en que crecían, les tomé fotografías y las dibujé. Saludaba en la mañana a las que vivían de camino a mi trabajo y poco a poco aprendí a conocerlas mejor.
Dáctilo, conyza, veronica persica, llantén, diente de león, parietaria judaica o pelosilla, y muchas más. Todas con nombres fascinantes. Todas puestas por los humanos en la categoría de “malas hierbas”. Prohibidas en los jardines irreprochables que habitan plantas y flores puestas en hileras, bien podadas y bien nutridas. Las vagabundas en cambio, llegan donde el viento se le antoja tomar un descanso, depositando silenciosamente, gota a gota, sus semillas. Llegan también, transcurriendo caminos transitados por tubos digestivos de animales de ciudad para habitar rincones, hendiduras, esquinas, y otros intersticios, desplegando toda la inventiva del mundo natural. Es el caso del llantén. Esta planta se limitaba a poblar Europa y las regiones templadas de Asia; pero su historia dio un giro cuando los humanos -impulsados por descubrir nuevas tierras- diseminaron esta planta por varios continentes. Escondidas bajo la suela de las botas de los colonos, las semillas viajaron hasta América del Norte y Australia. Los pueblos indígenas la llamaban entonces, “pie de blanco”, porque donde quiera que el hombre blanco ponía sus pies, el llantén se propagaba.
En 1503 Albrecht Dürer creó Das große Rasenstück, un dibujo hecho en acuarela y gouache que ilustra con detalle y encanto múltiples plantas silvestres. Dürer representa cada planta en su singularidad, reconociendo su microuniverso, prestando atención a la vitalidad de estas plantas, llevándolas a otra existencia, en su obra y en el ojo de quien las ve; preparando así el terreno para cuando volvamos a verlas en su hábitat natural.
La observación de estos seres permite que se conviertan en alguien a nuestros ojos —aunque su valor intrínseco siempre ha existido—. Conocer sus nombres, sus historias, su evolución es reconocer que tienen una estrecha relación con los animales de la ciudad, y que hacen parte de la biodiversidad contribuyendo de forma crucial en los medios urbanos. Recordar que las ciudades se han construido en terrenos que antes estaban ocupados por zonas naturales o cultivadas —hogares de
flora y fauna silvestre— nos ayuda a tejer relaciones de reciprocidad con la biosfera.
Quiero sembrar aquí un pasaje de La Hora de la Estrella de Clarice Lispector. Cuenta el accidente de Macabea que la llevaría a la muerte. Macabea al caer al suelo, observa una planta silvestre: un capín*. De repente, toda su vida se condensa en ese pequeño ser.
“Estaba inerme en el borde del pavimento, tal vez descansando de las emociones, y vio entre las piedras del arroyo un capín flaco de un verde como el de la más tierna de las esperanzas humanas. Hoy, pensó ella, hoy es el primer día de mi vida: he nacido. (La verdad es siempre un contacto interior inexplicable. La verdad es irreconocible. ¿Por lo tanto no existe? No, para los hombres no existe). Volvamos al capín. Para esa exigua criatura llamada Macabea, la gran naturaleza se brindada solo en forma de un capín crecido en el arroyo; si se le hubiese dado el mar inmenso o las cimas de las montañas, su alma, más virgen aún que su cuerpo, se habría alucinado y le habría hecho estallar el organismo, los brazos por un lado, el intestino allá, la cabeza que rueda redonda y hueca a sus pies, como se desarma un maniquí de cera. De pronto se prestó atención a sí misma. ¿Lo que estaba pasando era un terremoto sordo? Se había abierto en precipicios en la tierra de Alagoas. Miraba, por mirar, el capín. Un capín en la gran ciudad de Río de Janeiro. A la deriva. Quien sabe si Macabea ya había sentido que también ella iba a la deriva en la ciudad inconquistable. El Destino había escogido para ella un callejón oscuro y el arroyo.”
Me gusta pensar que, de la misma forma en que el capín y Macabea crean un lazo fuerte; las plantas silvestres sellan también un acuerdo con el entorno, lo embellecen. Tornan los terrenos baldíos y los rincones calizos en pequeños oasis citadinos. Ilustran el hecho biológico de que la vida cotidiana se revela por sorpresa. Son seres dotados de incertidumbre, retoñando en comisuras abandonadas, inventando soluciones de existencia. Prestarles atención es encender el germen de la curiosidad donde reside el interés por la otredad. Es dar cabida a la alteridad y no mirar el resto de la naturaleza como un adorno. Es fijar la mirada y el corazón para descentralizar la observación. Es acoger lo pequeño y aparentemente insustancial. Es reconocernos en la belleza de lo inapreciable.
*Planta gramínea en forma de espiga que gusta de climas cálidos y húmedos.