Saco rosa y veraneras
La primera vez que soñé con mi saco rosa tenía seis años. Me soñé volando por los tejados de la vereda en la que viví los dos primeros años de mi vida, en Tanamá, una vereda del municipio de Samaniego. Entre grandes saltos y vuelos, iba de tejado en tejado sobre las casas de la vereda. Era de noche y la luz plateada se reflejaba en el barro lustroso de las formas bombeadas de las tejas. Cada vez que aterrizaba, el golpe de mis pies hacía resonar el material produciendo un sonido ronco que se ahogaba en la oscuridad. Las tejas de las casas de adobe, incluyendo la vieja casa de mi abuela, estaban hechas en su tejería. Me parecía extraño ese nombre, lo asociaba con tejido y no con tejas, pero una noche mis tíos me llevaron a conocer el lugar en donde se fabricaban; entonces entendí mejor. Desde la altura de mis primeros años, la tejería era un gran muro y una pequeña ventana que dejaba entrever un color rojo y naranja. Las vigas de madera sostenían la estructura que escupía objetos de color ocre. El calor que salía de allí envolvía la piel en un manto caliente.
En el sueño, recurrente por varios años, llevaba puesto un saco rosa de lana, sin botones ni ojales. Tenía un hilo negro que bordeaba los delanteros y le daba la vuelta al cuello. Dos cordones lo cerraban con un nudo. Siempre imaginé que lo había hecho mi abuela Rosa, aunque nunca la vi tejer o coser algo. Sus manos estaban siempre ocupadas con cosas más urgentes como desgranar mazorcas, pelar papas de un tirón o preparar la comida para los peones; así llamaba ella a los trabajadores del campo que le ayudaban en su tierra. Me parecía curioso que los llamara así, como si fueran fichas de un ajedrez a escala humana que se preparaban para defender su finca.
El saco estaba hecho con puntos de arroz, como la textura de una mazorca. El hilo era irregular y las fibras se acumulaban formando marañas diminutas con hebras que cobraban vida en el desorden de su existencia. No estaba sola cuando salía a volar con mi saco. A mi lado, y casi siempre, las veraneras estaban esperándome descansando en algún rincón del tejado. Me guiaban en mi vuelo. Aterrizaba en cada tejado que tuviera. Ellas, trepando con sus brácteas en forma de papel de seda de colores brillantes, me ofrecían sus flores diminutas de color blanco marfil.
Muchas lunas después, curioseando los álbumes de fotos de mi mamá, encontré una foto en la que solo tengo unos meses de edad, mi tío D me tiene sentada en su hombro y me acerca a una veranera. Estoy estirando mi brazo y mis manos acarician un ramillete de la planta. Estoy sonriendo.
Me he preguntado muchas veces la razones por las que el saco rosa y las veraneras hacen parte de este sueño. ¿Qué me llevó a asociar la prenda con la planta? Cualquiera que sea la razón, la asociación se hizo inseparable, está tejida en mis recuerdos y en mi inconsciente.
El resplandor de esa realidad aparece simultáneamente como improbable y cobra todo sentido. La mañana en la que mis manos sintieron por primera vez la veranera, yo llevaba puesto un saco de lana. Las emociones que me unen al saco, al sueño y a la planta hacen parte de algo profundo, algo antiguo. Algo que no construí intelectualmente, es una afiliación afectiva con el entorno. Es una simetría asimétrica, entre lo suave, frágil de la textura de las brácteas, de su color potente y la textura cálida, un tanto brusca, recogida y tumultuosa del saco de lana. Entre el calor y la sensación de abrigo en mi piel en contraste con el tacto seco y sedoso de las hojas en ramillete. Es una simetría misteriosa y asombrosa que se desprende de mí, de lo que siento y envuelve el exterior, al mismo tiempo que el exterior me envuelve a mí.
Me gusta pensar que la gran red de relaciones se manifiesta —entre muchas otras manifestaciones— de esta manera. En mi experiencia vistiendo el saco hecho por mi abuela, que va de la mano con las veraneras, se entrelaza con la sensación de vértigo de estar en lo alto absorbiendo el color, el aire y el aroma del espacio y toma forma en las noches de sueños y recuerdos.