Una hora en la vida de G
Son cuatro los mensajes de texto que intercambiamos al año. Dos por nuestros respectivos cumpleaños y dos por el año nuevo. Este año tuve derecho a una ñapa que decía “que tengas un buen viaje, gracias por venir”. Logré colar otro para preguntarle si podíamos vernos. Habían pasado varios años y yo estaba a tres días de mi retorno a Francia y a unas tres horas de distancia de su ciudad. Me contestó indeciso, así que le propuse que sería yo quien que vendría a su casa, él aceptó aliviado. Me dio el día y la hora exacta del encuentro: el lunes 18 de enero a las 3 pm. Le pedí su dirección y enseguida la agregué a mi teléfono.
Bogotá siempre me ha abrumado, nunca he entendido cómo funciona la ciudad. Las pocas veces que he estado -unas tres o cuatro en quince años- alguien está conmigo y me trastea a donde necesito ir. Pero esta vez no hay nadie. Así que tengo que arreglármelas a punta de taxi y confiar en que el conductor no se entere muy pronto que no tengo ni idea hacia dónde voy. Cuando llego a mi destino, lo primero que veo es una serie de edificios muy altos, conjuntos residenciales que se tragan la luz de la tarde con sus fachadas de ladrillos anaranjados y puertas de aluminio. Cruzo la calle, llamo al timbre y doy su nombre. El portero abre la puerta y me deja entrar. Confirmo rápidamente el número del apartamento en la pantalla de mi celular, 1103, y atravieso un patio que abre paso a más edificios. Todo parece tan limpio y en su sitio que me es imposible no pensar en las calles de París, cartografiadas con orina de perro y colillas de cigarrillos. Pienso también en las pequeñas plantas silvestres que crecen en el concreto y salen por las grietas de los andenes, a las que suelo tomarle fotos en primavera.
G abre la puerta. Intento descifrar su expresión debajo de la rigidez de su rostro, pero no lo logro. Me indica que tengo que quitarme los zapatos y así lo hago. Me siento en un sofá que me engulle de inmediato. Miro hacia el balcón que está lleno de plántulas, unas más grandes que otras y logro identificar unas cuantas: tomate, arvejas, fresas, menta, romero, albahaca, todas de un verde resplandeciente, parecen reflejar como espejos los rayos del sol que el edificio ingiere.
¿Por dónde empezar? Creo que él empieza o los dos empezamos, no lo sé. Nos decantamos por lo que está en el aire y de lo que todo el mundo habla. Repetimos frases torpes, escuchadas o aprendidas en algún lado, hacemos preguntas sin interés, intentamos llenar con palabras huecas el abismo de los años, pero es imposible. Escucho en el fondo del apartamento una voz que habla, una voz a la que he escuchado una vez hace unos años, habla de algo que no logro descifrar. Luego de unos veinte minutos la voz sale de su escondite. Lleva puesto un jersey verde y unos jeans. Se sienta y el silencio vuelve. G me ofrece agua, acepto. Saco de mi bolso un regalo para G. Decidí que algo práctico y útil era una buena opción: una bufanda y un par de medias. Pensé que la bufanda le vendría bien para los días fríos en la ciudad y las medias para cualquier día. Quizás al ponérselas se acordaría de mi visita o quizás no.
La voz también tiene ojos. Los clava firmemente en mí, me doy cuenta que no parpadean. Me siento examinada de pies a cabeza pero intento ignorarlo. Retomo la conversación que en realidad solo son preguntas tiradas al azar que se evaporan con el aire. Solo recibo monosílabos o una o dos frases a cambio. Miro de nuevo hacia mi derecha y me doy cuenta que el sol ha cambiado de inclinación. G mira disimuladamente el reloj y presiento que es hora de partir. Balbuceo unas cuantas palabras más y me despido. Me pongo de nuevo los zapatos y cuando estoy a punto de despedirme, G decide bajar conmigo a esperar el taxi. De repente nos encontramos en el ascensor, rasguño desesperadamente las paredes de mi cerebro buscando algo qué decir, no encuentro nada. Son once pisos que se transforman en once años, aspiro el aire caliente y lo suelto en un suspiro.
Cruzamos el patio y el carro está esperándome. G quiere darme un abrazo de despedida, y mientras nos abrazamos, siento que su corazón se resquebraja un poco, él se apresura a contener los pedazos, mientras que el mío cae al suelo, se desmorona como trozos de carbón y sin darme cuenta les paso por encima. Me subo al carro y mil pensamientos me invaden. ¿Cómo es vivir en un edificio tan alto? ¿Los insectos pueden volar tan alto para polinizar esas plántulas? ¿Cómo se verán las montañas y las nubes desde esa altura? y muchas preguntas más, pero sobre todo pienso en la soledad y en la distancia. Recuerdo a Robin Wall Kimmerer y su concepto de soledad de especie: la desconexión y el aislamiento que hemos impuesto entre nosotros y el resto de la naturaleza, incluyendo también a otros humanos; como G, como yo misma.
Pienso que los hilos tienen fecha de vencimiento. Si se dejan en un cajón por mucho tiempo, empiezan a degradarse y sus hebras van desvaneciéndose poco a poco, ya no se
puede coser o bordar con ellos. Se rompen fácilmente al ser manipulados. Así sentí este encuentro. Hilos olvidados que con el tiempo y el descuido han perdido su brillo, su nervio.
Vuelvo a mirar el celular, ha pasado exactamente una hora. Pienso en los meses que hacen falta para el siguiente mensaje, los cuento mentalmente, los cuento con los dedos: cuatro, me digo en voz alta.