Lianas, hilos y cuerdas
En mis paseos por el bosque me gusta observar las lianas que se pegan a los troncos de los árboles y a sus ramas. Salen del suelo impulsadas por una fuerza intensa, el sustrato les proporciona el eje necesario para proyectarse hacia el cielo y llegar a la luz. Algunas son delgadas, con piel suave y sedosa. Otras son gruesas, peludas y llenas de musgos. En otoño y en invierno, se secan transformándose en fósiles vivientes y colgantes esperando que las primeras lluvias las despierten de su sueño. Bajo ellas hay matorrales de rododendros casi siempre verdes. Me acerco para tocarlas y me impresiona la fuerza con la que se agarran a los árboles. Unas se enroscan girando múltiples veces alrededor del tronco hasta hacer zanjas en su superficie. Otras, disparan su verticalidad sin preocuparse más que por su afán por alcanzar la copa de sus huéspedes.
Observando a estos seres no puedo evitar pensar en las primeras cuerdas hechas por los humanos. El gesto desarrollado al manipular las fibras vegetales y animales es de gran minucia. El principio es simple y a la vez genial: retorcer puñados de pequeñas fibras débiles para convertirlas en un hilo largo y resistente.
En Women’s Work: the First 20,000 Years; investigación sobre el trabajo de las mujeres en los primeros veinte mil años de la historia de la humanidad, Elizabeth Wayland Barber describe lo que ella llama la Revolución de las cuerdas. Según su estudio, en el Paleolítico Superior, paralelamente a la creación de las pinturas de animales y manos en las paredes de las cuevas Lascaux, Altamira y otras más, nuestros antepasados inventaron la cuerda y la costura. Los cordeles e hilos más antiguos eran de fibra vegetal, encontrados en Lascaux hace unos 15.000 años a.C. Los humanos del Paleolítico contaban con una gran variedad de plantas silvestres para sus creaciones: lino, cáñamo, ortiga, ramio, yute, sisal, esparto, maguey, yuca, olmo, tilo, sauce y muchas otras.
La destreza para fabricar los cordeles sería el primer paso en la creación de piezas para el cuerpo. En Lespugue, en el sur de Francia, se encontró una figura de Venus con una “falda” formada por cuerdas retorcidas que cuelgan en la parte posterior de la cadera. Este es el primer capítulo de la larga relación de los humanos con las fibras —en gran parte vegetales—, la artesanía de las fibras y la creación de textiles (que serían creados muchos años más adelante y para los que es requisito necesario hilos suaves y flexibles). Tocar, manipular con los dedos, con la piel, sentir la textura de los hilos vegetales, es un gesto que expresa esta íntima relación. Me gusta pensar que al sentir a estos otros seres vivos, los humanos del Paleolítico deseaban tenerlos más cerca del cuerpo, llevarlos consigo cada día, y así embellecer y significar algo con ellos.
Intentar revivir esta relación con nuestra experiencia corporal al contemplar, sentir los textiles y fibras de nuestras prendas con asombro (a pesar de la transformación y los procesos por los que han pasado para convertirse en prendas) es reconocer que vienen del suelo, de la tierra*. Fueron semillas, plantas, fibras, pieles, vellos, filamentos o compuestos (que se crean en el suelo profundo igualmente). Nos han acompañado por millones de años, proporcionando confort, protección, deleite visual y táctil. Han sido generadoras de mitos, cuentos y leyendas grabándose por siempre en nuestras culturas.
Revivificar esta relación, conectar con nuestros sentidos en los gestos cotidianos del vestir es generar una relación de reciprocidad. Es escapar de la percepción ordinaria para sentir más profundamente. Mi invitación es hacer de la experiencia sensorial una relación de correspondencias con las fibras que nos envuelven cada día, con los hilos que cubren nuestros cuerpos y que tocan nuestra piel. Experimentar nuestra corporalidad y sintonizarla con pequeñas maravillas, sintonizarla con nuestro corazón.
*como superficie, suelo natural y como Tierra, el planeta que somos.