Lucy
A punto de abrir la puerta y aún dormitando, me despertó de golpe, palpitando con todo su cuerpo. Se movía con la urgencia de un segundo. Paso a paso, las manos contra el suelo y los bigotes rastreando los restos de semillas regados por las aves tempraneras, recorría las piedras del patio, se incrustaba en cada resquicio, en cada grieta, buscando pepitas, granos, hierbas o cualquier cosa que fuera desayuno.
Los calores de la primavera hacían revolotear los insectos de planta en flor, en busca de las primeras gotas de azúcar del día. La brisa sutil de la mañana movía apenas las hojas de los álamos, dejando pasar una luz tamizada que me reveló su cuerpo afelpado: un abanico de marrones y trazos como pinceladas oscuras sobre el lomo, reminiscencias de su evolución en otros tiempos. Rayas que camuflan de predadores visuales, de ojos agudos que penetran las espesuras de lo verde.
El silencio retenía mi aliento, yo no quería que advirtiera mi presencia –aunque quizás ya me había visto desde el primer momento–. Sentí que podía observarla durante horas, contemplar sus orejas temblorosas, curiosear su cola alerta, pequeña y graciosa; contar una y otra vez sus dedos, imaginándolos fríos y con olor a tierra húmeda. Comía con la avidez de la incertidumbre grabada por millones de años en la memoria de sus células. Me agaché para imitar su postura, y cuando toqué el suelo con mis rodillas, sus ojos se clavaron en los míos; dos meteoritos con un centro de ónix. Los adornaban pelos color tostado, en un orden perfecto, como puestos allí uno a uno. ¿Cómo contener la importancia del mundo en ciento veinte gramos de vida? ¿En un corazón caliente del tamaño de una nuez?
He visto que tiene su madriguera al otro lado de la cerca, detrás de unas persicarias virginianas que cubren la entrada de su casa. Viene a mi patio todos los días. Me gusta fijarme en sus movimientos, en sus rutinas, en cómo bebe agua del charquito que le dejo en el suelo cuando hace calor. Me asombra pensar en su arte de leer señales del entorno, pistas que yo ignoro –que muchos ignoramos–. Me pregunto cómo será ver desde su propia y única perspectiva este mundo compartido.
La mañana es su hora preferida para venir al patio. Su rutina es muy similar a la de los primeros días. Recoge unos cuantos restos de semillas en sus cachetes, luego sube las escaleras del balcón para juntar otras delicias olvidadas por los pájaros, merodea un rato y se entretiene con hojas secas que caen de los árboles, toma un poquito de agua, y por último, antes de salir por entre las trepadoras; arranca unas cuantas ramitas de la matera de hierba para mi gato.
Me gusta cuando se pone en sus dos patas traseras y levanta la nariz para oler el viento. Cuando mastica a toda prisa, moviendo los bigotes de una lado para otro, cuando junta las manos para sostener lo que come y puedo ver sus uñas punzantes. Cada una de sus partes, perfectamente creadas, parecen haber heredado de una historia de mil usos diferentes, irremediablemente eficaces; como mis manos que ahora mismo sostienen una taza de café mientras mis ojos se desplazan siguiendo el ritmo de los movimientos de Lucy por el jardín. ¡Ajá! Su nombre es Lucy, secretamente la llamé así, como también le di el nombre a Louis; el búho que vive unos metros más abajo en unos robles.
Lucy nació al amanecer, con la temprana luz del día. Pasó las primeras ocho semanas aprendiendo de su madre lo necesario para su supervivencia; después, frente al curso de su existencia, sus instintos emergen para inventar soluciones a lo que acontece en su vida. Perpetuamente, sus ancestros han hibernado, y ella a su vez, entrará en letargo este invierno. Muchas lunas pasarán antes de que vuelva a verla, por eso, la anticipación de nuestro encuentro cada mañana es un regalo.
El otro día escuché un chip chip que venía de afuera. Me asomé a la ventana y la vi zigzagueando por el suelo. Parloteaba al mismo tiempo que corría, pensé que el aire traía aromas estimulando sus sentidos, haciéndola cantar como quien entona una melodía en un día de alegría.
Lucy, llévame contigo, durmamos juntas el invierno
apretadas en la tierra caliente de tu madriguera
enséñame a frenar el corazón
a bajar los árboles de cabeza
muéstrame el ocaso de tu guarida y la luz que de allí se avista
enséñame a encontrar bellotas, a esconderlas para encontrarlas de nuevo
no me dejes al borde del otoño
llévame contigo